Lecturas del Presentación del Señor

Lectura del libro de Malaquías 3,1-4


Así dice el Señor: «Mirad, yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Miradlo entrar –dice el Señor de los ejércitos–. ¿Quién podrá resistir el día de su venida?, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata, como a plata y a oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos.»



Palabra de Dios



Sal 23


R/. El Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria.

¡Portones!, alzad los dinteles, 
que se alcen las antiguas compuertas: 
va a entrar el Rey de la gloria. R/.

¿Quién es ese Rey de la gloria? 
El Señor, héroe valeroso; 
el Señor, héroe de la guerra. R/.

¡Portones!, alzad los dinteles, 
que se alcen las antiguas compuertas: 
va a entrar el Rey de la gloria. R/.

¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, Dios de los ejércitos.
Él es el Rey de la gloria. R/.



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Lectura del santo evangelio según san Lucas 2,22-40


Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. 
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. 
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba. 

Palabra del Señor

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Según la ley de los israelitas, una mujer no podía entrar al templo durante los cuarenta días después de haber dado a luz. El primer día que la madre entraba al templo, presentaba a su hijo y con esta ceremonia quedaba purificada. La Santísima Virgen no necesitaba esa purificación, porque no tuvo ningún pecado, pero quiso cumplir lo que la Ley mandaba. La ofrenda que llevó al templo fue la de las familias pobre, un par de palomitas.

Simeón un hombre que vivía en Jerusalén y tenía tres cualidades: piadoso, honrado y esperaba la llegada del Mesías, el consolador de Israel. El Espíritu moraba en simeón, el Divino Espíritu que le había hecho una promesa, que no moriría sin conocer al salvador del mundo. Esta oportunidad se presentó aquella mañana que vió llegar a las puertas del templo una pareja de campesinos pobres con un niño entre los brazos para presentarlo a Dios. Tan pronto aparecieron ellos, la voz del Espíritu Santo le dij a Simeón: "Ese niñito que vienen a presentar es el Mesías, el Redentor".

Simeón se acercó a María y a José y les pidió un gran favor de poder tener al niño entre sus brazos y levantándolo en alto, entonó su himno de acción de gracias a Dios. Ahora ya podía morirse en paz, porque había logrado lo que toda su vida había deseado, ver con sus propios ojos al Mesías, al Hijo de Dios.

Simeón le da tres títulos hermosos a Jesús: Salvador de todos los pueblos, Luz de todas las naciones y Gloria de su pueblo Israel.

José y María no esperaban oír en aquel templo tan grandes elogios acerca de tan querido Niño que habían ido a presentar.  Había alguién más que conocía los secretos de la personalidad del Niño, era el anciano Simeón, hombre de Dios, iluminado por el Espíritu Santo, se dirige a la Virgen María y le anuncia dos noticias: la primera, que las gentes se dividirán en dos grandes grupos en todo el mundo, uno a favor de Jesús y otros en su contra. La segunda noticia: que por causa de ese niñito, la Virgen María tendrá más tarder que padecer unos sufrimientos tan grandes como si una espada le hubiera atravesado el corazón, lo cual se cumple plenamente en el Calvario la tarde del Viernes Santo.

La vuelta a Nazaret fue después de la huida a Egipto. El niño Jesús crecía en robustez y sabiduría y la gracia de Dios lo acompañaba de manera superior a la de cualquier ser humano.

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